domingo, 26 de septiembre de 2010

La Primera por varias razones

María Bernardina Sguazza llegó a Boulogne con sus padres, José y María Jacinta, y su hermano Domingo, el 8 de diciembre de 1949. Venían de una mala: habían perdido su ya que por sí pobretona casa en Munro. José trabajaba en el tranvía y tomaba servicio en Aristóbulo del Valle. Jacinta atendía un quiosco en otra estación de la misma línea, Del Viso. María (Mary) se crió entre vagones y como había peligro de descarrilamiento, pero de la vida, Jacinta consiguió trabajo en Boulogne.

En 1949 ya existía en la avenida José Evaristo Uriburu (actual Rolón) casi 11 de Septiembre (luego se llamaría Moisés Lebensohn, dirigente radical que murió cuatro años más tarde) una rotisería cuyo local pertenecía a Campos y Lombadero, aunque el comercio era propiedad de un tal González.
 
Era muy famoso por el Tío Juan, un personaje que vendía empanadas fritas hechas en el acto y ante la vista del público en una ventana del extremo del comercio. Allí se empleó Jacinta y, poco tiempo después, su hijo y su hija.

Hacia 1952/53 compra la llave Luis Otero, un español que venía de Palermo donde su familia tenía una panadería. El trabajo en La Primera de Boulogne, tal el nombre que llevaba la casa, era duro, pero rendidor. Al principio se hacían los ñoquis, ravioles y capeletis a mano, y en cantidades industriales. Había que amasar decenas y decenas de kilos apelando a la fuerza y buena voluntad, pero tenía sus frutos: la cola daban vuelta la esquina de Hidalgo Solá.
 
Conocí el negocio por dentro y por fuera hacia 1970. Me consta de la gran cantidad de público que venía a comprar en él. Muchos que trabajaban en el centro, se bajaban del tren en Boulogne, compraban en La Primera y volvían a tomar el tren hacia sus domicilios en Don Torcuato, Kilómetro 30 u otras estaciones más lejanas.
 
Recuerdo perfectamente el spiedo (no cuando era a leña y había que darlo vuelta a mano) con sus decenas de pollos ensartados junto a algún trozo de asado. En verano, los lechones se llevaban a la panadería. La caja estaba en el otro extremo y, con una osadía extrema, don Luis me dejaba cobrar a algunos clientes para ver cómo se maravillaban que un nene de seis o siete años contara y diera el vuelto tan rápidamente. Atrás estaba el altillo, donde alguna vez don Luis había vivido con su familia en un pequeñísimo habitáculo y que por entonces ya era su oficina, pues él se había mudado a un gran chalé, quizá el primero con teléfono en la zona allende las vías del ferrocarril entre Bacacay y Junín.
 
Al lado de la oficina estaba el depósito de harina y otros alimentos. La escalera era empinada y angosta, tanto que no pasaba más de una persona por vez. No bien bajaba se encontraba la pequeñísima cocina, donde trabajó Jacinta por años. Era increíble que en tan chica sala se preparasen enormes cantidades de manjares, como milanesas, empanadas, ensalada rusa y croquetas.
 
Luego llegaba el sector de las máquinas de elaboración de las pastas: la redonda mezcladora, los rodillos brillantes de la amasadora, ese mágico aparato por el que entraba una bola de masa y del otro lado salía hecha fideos y de varios tipos: fusiles, spaghetti, cintas o lo que indicara la boca que se le colocara como matriz. Una simpática tarea para divertirse era colocarle la harina a las dos planchas de ravioles para que no se pegaran entre sí, mientras metíamos un papel separador. Y las cajas había que armarlas porque venían solo con los dobleces. Un arte, en épocas donde se vendían de a centenas, especialmente los domingos.

Veo las heladeras, los mostradores, los empleados de límpido blanco, las botellas, los enlatados y la gente eligiendo su comida con una dedicación especial. Gracias Mary por dejar que te acompañe a tu trabajo, aunque era un nene. Gracias, mamá. Néstor Saavedra.