lunes, 25 de enero de 2010

La quinta de Alicia Buffa

Eran las tres de la tarde, un día de enero de 1962, y mi papá, Carlos Pastorini, se levantaba de la siesta, tomaba mate abajo del paraíso del patio de nuestra casa de la calle Thames, y en bicicleta, iba a una de las quintas que, junto a mi tío Pedro Pastorini, tenían en las Lomas de San Isidro. Los terrenos no eran de ellos sino que los arrendaban a sus dueños, con quienes se compartía las ganancias.

Esa tarde tocaba ir a la quinta de Alicia Buffa. Mamá preparaba un bolso con bebida fresca, hielo, sándwiches y galletitas y atrás de mi papá salíamos nosotras: nuestra mamá Antonia, Mónica y Marta, mi hermana, para pasar la tarde en la quinta, lo que solíamos hacer de vez en cuando. Podíamos entrar por la calle Santa Rita, pasando Darragueira, donde estaba el portón de caños y alambre tejido que llevaba a la quinta o bien por el pasaje Holmberg que daba al jardín y la casa de Alicia Buffa.

En un principio esta quinta quedaba justo al fondo del colegio de las Hermanas Trinitarias que está aún en Carlos Tejedor y Sucre (Boulogne Sur-Mer). Luego se fue loteando hasta su venta definitiva alrededor del año 1992.

En la quinta nos esperaban con agua refrescante el tanque australiano y la pileta que Alicia tenia delante de su casa. Al costado del tanque estaba la bomba centrífuga, las cañas para enramar los tomates y chauchas, y las plantas de formio, de cuyas hojas se sacaban las hilachas para atar las acelgas y zanahorias. Pero lo que más nos interesaban eran las tunas, cuyos higos, nos deleitaban.

Alicia Buffa, vivía allí con su madre, ya anciana, su esposo Miguel Mari y sus hijos: Dorita y Miguel Ángel Mari, más grandes que mi hermana y yo. La casa era una típica casa de campo con paredes muy altas, rodeaba de árboles frutales, parras, y muchísimas plantas con flores, que Alicia cuidaba con mucho esmero y que había pertenecido a su papá. Luego venía el campo (alrededor de cinco hectáreas) donde papá y mi tío cultivaban lechugas, tomates, chauchas, zapallitos, acelgas, ajíes, zanahorias, pepinos, rabanitos y choclos, para vender en el Mercado Dorrego.

Cuando ya teníamos los labios morados de tanta pileta o tanque australiano, y mamá lograba sacarnos del agua, nos secábamos, nos cambiábamos y lo obligado era sentarse en el patio con Alicia y su mamá a saborear pan con dulce casero de tomate o ciruela, alguna gaseosa que mamá llevaba o que Alicia nos convidaba, algún sándwich.

Luego nos íbamos a la quinta a ver qué hacía mi papá. En forma paralela en el mismo lugar, pero en dos hileras de invernáculos, Miguel Mari cultivaba helecho plumoso para llevar al mercado de las flores, reservando algunos canteros para que papá hiciera los plantines, por ejemplo, de tomates y de ajíes. Atrás de los invernáculos estaban las caballerizas y el galpón de herramientas.

Generalmente en verano se regaba con cierta frecuencia para no perder las cosechas y nos encantaba ver el chorro de agua cristalina saliendo del tanque australiano y surcando las acequias. Mi papá y mi tío, con azada en mano, abrían o cerraban el paso del agua permitiendo que llegue a todos los rincones de la quinta.

Cuando el sol iba cayendo, saludábamos y nos íbamos, cansadas pero contentas por esa tarde maravillosa que habíamos disfrutado.

Mónica Liliana Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar

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