lunes, 15 de febrero de 2010

El Rancho de los Copello

Mi hermana, Marta Susana Pastorini, me mandó un mail: “Buscá a Susana Alego. Tiene unos cuadros muy buenos”. Y la busqué y encontré este cuadro que me fascinó y me sorprendió: ¿Por qué? Estaba pensando escribir algo sobre el rancho de los Copello, también a sugerencia de mi hermana, y he aquí que este cuadro lo representa de manera casi perfecta.



Hacia 1959 papá, Carlos Pastorini y su hermano, Pedro Pastorini, ya cultivaban los campos que llamábamos “de los Copello”. En un mapa de San Isidro (Bs. As.) 1932 figuraban las siete hectáreas como pertenecientes a María B. de Copello, en la actual Betbeder y Reclus, frente a una chacra perteneciente a Wernes Lanz, ingeniero suizo que vivía en una enorme casona estilo inglés.

Nosotros no vivíamos en el campo, sino en una casa de Villa Adelina, pero mamá solía llevarnos en verano a pasar la tarde, y a veces, dar una mano a papá y al tío.

La tranquera de entrada estaba enfrente de esa casona; a la derecha había un cerco de tunas. La mayor parte del camino hacia el rancho no estaba bordeado de árboles. Luego sí, se erigían enhiestos los enormes eucaliptos, perfumados con sus flores, a las que había que tener cuidado de tocar por la cantidad de abejas que libaban su néctar.

Se abría un camino que iba hacia la derecha de Don Chesarino, otro campo vecino, franqueado por dos braquiquitos, a los que trepábamos con mi hermana, apenas llegábamos a la quinta. Y hacia la izquierda otro camino que iba al rancho.

Hacia el norte estaba el viejo ombú, y a su sombra, una colmena. Más allá una morera blanca, muy alta y espaciosa. Nos gustaba disfrutar de ese ombú pero había que tener cuidado por lo resbalosas de sus raíces expuestas.

El rancho tenía dos habitaciones y en ele una cocina pequeña con fogón y sin puerta y con una ventana hacia el sudeste. La galería daba al noreste. Allí había una mesa de madera con su mantel de hule y para sentarse una banca y la infaltable silla bajita para tomar mate. Sobre un rústico fogón estaba la pava tiznada, que nunca se limpiaba por fuera.

Los pisos eran de tierra apisonada, paredes gruesas de barro y paja, techo de paja que debajo tenía chapas. Enfrente del rancho estaba la bomba de mano, y los bebederos de chapa para los caballos, además de un tanque donde guardaban agua, también de chapa. Daba sombra a la bomba una vieja planta de ciruelas alargadas, exquisitas a la hora de buscar algo dulce para comer. Al costado sureste estaba el monte de demás frutales, y al noroeste la caballeriza.

Detrás del rancho, la planta de laurel, había crecido con el tiempo no sólo en alto sino también en ancho. No había luz eléctrica y las actividades se desarrollaban fuera del rancho, salvo cuando llovía. Al fondo del campo estaba el potrero alambrado donde se dejaban descansando y comiendo tiernos pastos, a los caballos percherones. De ahí conserva mi hermana todavía una planta de vinca y una tuna.

Su orientación le permitía al rancho recibir el sol de la mañana. El viento del suroeste, cuando soplaba, despojaba del mal olor a humedad a las habitaciones. El techo a dos aguas facilitaba el rápido escurrimiento del agua de lluvia. Atrás tenía un amplio alero. Más al fondo, separada de la casa, una letrina, tan característica de ese entonces. El patio de tierra estaba sombreado por paraísos.

El abuelo Juansú (Juan Pastorini) nos contaba que, apenas llegaba al rancho, los chingolos y calandrias lo salían a recibir, esperando que les tire miguitas de pan y restos de asado que solía llevarles. El chingolo se metía hasta dentro de la cocina.

Como en esta quinta no se disponía de agua para el riego, excepto para algún almácigo por ejemplo de perejil, papá y el tío cultivaban allí choclos y maizón. Cuando las plantas estaban altas, era una aventura meterse entre los surcos limpios (¿Cómo hacían para mantenerlos así?) y jugar a las escondidas, teniendo cuidado en no voltear ninguna planta. Varios surcos se dejaban para el cultivo de sandías y melones, y otros para la alfalfa que servía de alimento a los caballos.

Después de muchos años de haber cultivado ese campo, los dueños decidieron venderlo, alrededor del año 1970.

Ahora se puede visitar allí un barrio muy exclusivo al que siempre deseo volver, con la ilusión de encontrar todavía alguno de los árboles que ahí crecían.

¿Sabrán sus moradores que esas tierras alguna vez fueron productivas y que dos quinteros con sol, con lluvia, con heladas, no paraban de trabajar, recorriendo los surcos, vigilantes y atentos, para que llegue a feliz término la cosecha, y que, mientras hoy importantes autos y camionetas atraviesan sus calles, en aquel entonces los dueños de los callejones eran el arado, la chata, la carreta, la bicicleta de los quinteros?

Ni mejor ni peor… distinto.

Mónica Liliana Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar

NOTA: no hubiera podido escribir este texto sin la valiosa colaboración de mi hermana Marta Susana Pastorini.

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